miércoles, 27 de diciembre de 2006

El silencio


















Chipeta desde la Selva de Oza. Foto de S.Enguidanos



Un silencio telúrico que enraíza con los pilares de la tierra y se eleva hasta el cielo protector.
Los auténticos pilares de estos valles a veces hoscos, a veces afables, son las hayas centenarias que cubren las laderas de estas montañas hasta su límite de supervivencia (en torno a los 1700 metros). Desde estas alturas contemplamos como el Aragón Subordán después de lanzarse sobre Guarrinza desde Aguas Tuertas serpentea a lo largo del valle para adentrase en la Selva de Oza después de fundirse sus aguas con las que provienen, por su margen derecha, del ibón d’Acherito.
Desde esta magnífica atalaya quedamos estremecidos ante la majestuosa familia de roquedos y acantilados que se nos presenta. Desde el Chipeta y más al fondo el Peñaforca, a la derecha del valle, hasta el Castiello d’Acher, el Aguerri y, sobretodo, las estribaciones de la cara norte del Bisaurín, que como un titán surgido del origen de los tiempos prolonga su sombra como si fuera el gnomon de un gigantesco reloj de sol.
Estamos en el punto más alto de la calzada romana que partiendo de Oza unía Hispania con la Galia a través del Puerto del Palo. Ruta que, durante la segunda guerra mundial fue utilizada por muchas personas para escapar desde Francia de la persecución de la Gestapo hitleriana. Esta calzada va ganando altura desde el refugio de la Mina en un zig-zag que se intuye a ras de tierra pero perfectamente perceptible desde alturas cercanas y desde satélite.

Una vez allá en lo alto el camino va llaneando y ganando altura de un modo más pausado y se va adentrando en el interior de un macizo rocoso a modo de anfiteatro colosal. No extraña nada dar con restos de dólmenes. El espíritu humano siempre busca lugares emblemáticos para relacionarse con la divinidad. Y, desde luego, las divinidades aquí juegan con el hombre que, desnudo y desposeído de todo su bagaje tecnológico, queda a merced de los vientos que, cual cizalla, esculpen la roca dándoles formas espectaculares que recuerdan estatuas de un jardín diseñado por un arquitecto caprichoso y maléfico.














Castillo de Acher desde Oza. Foto: S.Enguidanos

El silencio, a modo de zumbido, taladra el cerebro.
Esa falta de sensaciones sonoras, la interpretamos como un rumor insistente dentro de nuestras cabezas. Hasta que una vez acostumbrados a ello empezamos a prestar atención a la infinitud de colores, formas y sonidos aislados provenientes del fondo del valle o de los roquedos en donde los quebrantahuesos, buitres e incluso alimoches, vigilan los movimientos y las evoluciones de sarrios, marmotas, y de las personas inmersas en un medio mirífico que en cuestión de minutos puede convertirse en terrible.
¿Para qué toda esta manifestación de las fuerzas de la naturaleza?.
El universo se contempla a sí mismo a través de nosotros, por eso estamos aquí. ¿Seguro?. Quizás no. El principio antrópico es muy reconfortante, pero todo esto existe independientemente de si estamos aquí para contemplarlo. El universo se mira a si mismo y se piensa a sí mismo porque la materia ha evolucionado, y en ese proceso hay una especie animal capaz de hacerse estas preguntas. Pero, esta historia podía no haber sido así y pudiera haberse dado el caso de que ningún ser pensante hubiera aparecido en este mundo.
Aquí en la alta montaña, la complejidad del mundo en el que vivimos se manifiesta en todo su esplendor. Las redes que ligan todos y cada uno de los sistemas que participan en este baile de energía, están enhebrados de manera que la perturbación que se produce en una parte de ellas se transmite de alguna u otra manera al resto de la red.
Estamos en Aragón, en el extremo occidental del Pirineo.
Y ahora al final de la jornada, otro silencio arcano pero esta vez desde el firmamento bruñido de luces y nebulosas, nos percute desde lo alto para clavarnos en estos valles de héroes y de misterios.