viernes, 21 de enero de 2011

El Dinero es Deuda

En este documental de Paul Grignon se nos explica de una forma clara y duiáfana el origen del sistema monetario.
No es de extrañar que estas cosas no se enseñen ni en los colegios, ni institutos, ni interesa que lo sepa la población en general.

Como dijo Henry Ford: "Si la gente supiera lo que los bancos hacen con su dinero (de la gente), al día siguiente habría una revolución".

 Aquí está el primer capítulo (son 5):

martes, 11 de enero de 2011

El Soborno del Cielo.

Carta de Fernando Savater a un periódico, en el año 1999. Plenamente actual.


El soborno del cielo
FERNANDO SAVATER


Ocupados en publicitar estruendosamente las hipotéticas albricias y
alarmas de nuestro supersticioso final de siglo, no precisamente carente
de muy reales catástrofes, los medios de comunicación pasan a veces de
puntillas sobre ciertos síntomas inquietantes que revelan algo tan
interesante por lo menos como saber de qué mundo venimos y a qué mundo
vamos: me refiero a en qué mundo estamos. Uno de tales síntomas, a mi
juicio no suficientemente comentado, es la negativa final del secretario
general de la ONU, Kofi Annan, a prologar cierto libro tal como se había
previamente comprometido. La obra en cuestión se titula Carta al
ciudadano seis mil millones (la versión española aparece en Ediciones B)
y reúne catorce epístolas de otros tantos intelectuales de muy diversas
procedencias dirigidas a tan abrumado destinatario. Parte de los
beneficios obtenidos con la venta del libro se destinan al Fondo de
Población de la ONU, razón por la que el secretario general estaba
dispuesto en principio a prologarlo. Si finalmente defraudó esta
expectativa no lo hizo por exceso de trabajo sino por disconformidad con
uno de los textos incluidos en el volumen, la carta firmada por Salman
Rushdie. Quizá sea exagerado hablar en este caso de "censura", pero algo
hay que huele bastante a presión desde las altas esferas y a coacción
contra lo políticamente incorrecto.
 
 
Como en cualquier otra obra colectiva de fabricación previsiblemente
apresurada por el oportunismo cronológico, los trabajos que forman el
libro mencionado son de distinta calidad, aunque la media no me parece
demasiado mala. Sin que falten desde luego los tópicos edificantes ni
las admoniciones pasablemente apocalípticas, de vez en cuando alguna
flecha da en el blanco: no se puede pedir mucho más en este tipo de
compilaciones. Si vale de algo un criterio personal, mi preferido es
precisamente el texto de Rushdie. Tiene un inconformismo provocativo y
estimulante: se atreve a romper con ese cáncer actual tan defensivamente
morigerado, la manía de no llevar explícitamente la contraria a nadie en
materia de creencias, partiendo del supuesto erróneo de que la mejor
forma de respetar a las personas es no discutir demasiado a fondo sus
opiniones sobre nada realmente importante. ¡Como a fin de cuentas todo
es "relativo"...! (Para empezar a curarse de esta dolencia posmoderna
puede leerse Contra el relativismo, de Antonio Valdecantos, Ed. Visor).
 
 
Bueno, pues Rushdie se atreve a decirlo: el rey va desnudo. Mejor dicho,
no el rey, sino el Papa, el ulema, el rabino, el Dalai Lama y demás
colegas. Desfilan revestidos de nubes y embelecos, sin mejor autoridad
intelectual que la prestada por el miedo a la muerte y a la
incertidumbre de su clientela. Es terrible decirlo, pero Rushdie
previene al ciudadano seis mil millones de este planeta ni más ni menos
que contra la religión. Su carta se titula Imagina que el cielo no
existe y afirma cosas así de graves: "A mi entender, la religión,
incluso en su forma más sofisticada, infantiliza esencialmente nuestro
yo ético al establecer unos árbitros morales infalibles y unos
tentadores morales irredimibles por encima de nosotros: los padres
eternos, buenos y malos, brillantes y oscuros, del reino sobrenatural".
Y acaba con esta recomendación rupturista: "Imagina que el cielo no
existe, mi querido seis mil millones, y de inmediato verás el cielo
abierto". ¡Caramba con Rushdie! ¡Y luego se quejará cuando le pasa lo
que le pasa!
 
 
De modo que Kofi Annan se negó finalmente a cumplir su promesa de
prologar el libro de marras. Supongo que hacerlo no le obligaba a dar
por supuesto implícitamente que compartía todos los puntos de vista de
los autores, por otra parte bastante diversos, y algunos teístas de pura
cepa, pero prefirió dejar claro que él no respaldaba en modo alguno -es
decir, no consideraba "aceptable" para la ONU- el texto de Salman
Rushdie. Se ha insinuado que esta actitud se debe a las ofensas que en
esa carta sacrílega se vierten contra el Islam, pero no es cierto: nada
de especial se dice contra esa confesión religiosa que no pueda
aplicarse a las demás. Por el contrario, cuando repasa las atrocidades
cometidas en el mundo con pretextos religiosos, no olvida mencionar el
hostigamiento de "los fundamentalistas hindúes de Bombay contra los cada
vez más atemorizados musulmanes de esa ciudad". No, lo verdaderamente
inaceptable de Rushdie -según cierta mentalidad acomodaticia que lamento
ver compartida por el secretario general de la organización
supranacional más importante del mundo- es que niega rotundamente la
veracidad y la supuesta utilidad moral de todas las religiones. Si se
hubiera limitado a condenar el fanatismo, el integrismo o la
inquisición, nadie le hubiera reprochado nada. Pero como dice que son
las pretensiones cosmológicas y éticas de todas las religiones las que
le parecen falsas, sea cual fuere su efecto nocivo o edificante sobre
quienes las creen... ¡ay, entonces la ONU le expulsa de su seno!
 
 
Por lo visto, la tan cacareada "tolerancia" tiene sus límites. No parece
que hayamos progresado mucho desde que el mismísimo John Locke, primer
abogado moderno de tal virtud democrática, negase los plenos derechos de
ciudadanía a los ateos arguyendo que nadie puede fiarse del todo de
alguien cuyos juramentos no están respaldados por ningún dios. Aún hay
entre nosotros demasiados (en las "cartas al director" de este periódico
queda constancia de varios) que tachan de "intolerantes" a quienes
expresan abiertamente su rechazo no ya a lo que dicen ciertos obispos o
el Papa sino a los santificados presupuestos en que basan su autoridad
moral. O que reprochan a los críticos del integrismo islámico su
"caricatura" de las doctrinas auténticas de Mahoma, como si el problema
fuese qué predicó en realidad dicho señor y no el fundamento racional de
la convivencia democrática. Aún hay quien no se ha enterado de que la
intolerancia consiste en prohibir al vecino la exteriorización de sus
creencias, no en criticarlas si se las tiene por erróneas. Al contrario,
parece darse por supuesto (vid. el artículo De los dos reinos del
maniqueísmo, de Miguel Herrero de Miñón, EL PAÍS, 15 de diciembre de
1999) que precisamente la enseñanza religiosa -eso sí, bien entendida, o
sea, a gusto del comentarista- puede fundar la "consolidación
axiológica" de los valores democráticos. Nunca viene mal un "suplemento
de alma" al comportamiento cívico, y el laicismo, por lo visto, es
demasiado soso para garantizarlo. Además es una actitud pasada de moda,
mientras que la religión va a ser, si Dios no lo remedia, el último
grito del próximo milenio...
 
 
En el ámbito de la enseñanza será pues admisible la perspectiva
confesional, que ayudará a ser demócratas con argumentos fideístas, o la
enseñanza laica que se mantenga neutral entre las diversas creencias
religiosas y la no creencia, para no caer en maniqueísmos: lo único
"intolerable" por intolerante y agresivo es el punto de vista ateo
expresado por Rushdie en su carta. En ese campo todo el mundo tiene
razón, menos quien la aplica sin remilgos al tema. Los que compartimos
su argumentación debemos tener el buen gusto de encogernos de hombros y
disimular... puesto que lo importante es ante todo no molestar con un
espíritu crítico demasiado irreverente a quienes pueden ser nuestros
aliados fácticos en el mantenimiento siempre frágil de la buena
conciencia. Entre la exigencia de verdad y la exigencia de orden a nadie
con mando en plaza le caben dudas a la hora de elegir. Después de todo,
ya se sabe, "nada es verdad ni mentira, sino según el color del cristal
con que se mira".
 
 
Un personaje femenino de Bernard Shaw, que practica la entrega altruista
al humanitarismo, aclara: "He dejado atrás el soborno del cielo". Aunque
tal recompensa no parece haber logrado disuadir a muchos piadosos bien
instalados de buscar otras más inmediatamente remuneradoras, sigue
siendo políticamente correcto mantenerla pour le peuple... y por si
acaso.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad
Complutense de Madrid.
PUBLICADO EN EL DIARIO "EL PAIS" DE 26 DE DICIEMBRE DE 1.999

Carta de Salman Rushdie al ciudadano 6 000 000 000 del planeta

Con motivo del nacimiento del ciudadano 6000 000 000 del planeta, la ONU editó un libro con textos de diversos intelectuales. Una de ellas es la que se reprodyuce aquí. La de Salman Rushdie, escritur hindú condenado a muerte por el ayatollah Jomeini en 1989


" Querida pequeña persona viva número seis mil mi­llones: Como miembro más reciente de una especie sabi­damente inquisitiva, es probable que no tardes mucho en empezar a hacerte las dos preguntas de los sesenta y cuatro mil dólares con las que los otros 5.999.999.999 humanos venimos lidiando desde hace tiempo: ¿Cómo hemos llega­do hasta aquí? Y ahora que esta­mos aquí, ¿cómo vamos a vivir?

Curiosamente –como si no nos bastara con seis mil millones de congéneres–, casi con toda segu­ridad te insinuarán que para en­contrar respuesta a la pregunta del origen es necesario que creas en la existencia de un Ser más, invi­sible, inefable, presente "en algún sitio por ahí arriba", un creador omnipotente a quien nosotros, pobres criaturas limitadas, somos incapaces siquiera de percibir, y menos aún de comprender. Es decir, te alentarán con insistencia a imaginar un cielo con al menos un dios residente. Este dios-cielo, dicen, creó el universo revolviendo su materia en una olla gigante. O bailó. O vomitó la Creación de sus propias entrañas. O simplemente pronunció unas palabras para dar­le existencia y, ¡zas!, existió.
En algunas de las historias de la creación más interesantes, el dios-cielo único y poderoso se subdivide en muchas fuerzas menores: deidades subalternas, avatares, "ancestros" metamórfi­cos gigantescos cuyas aventuras crean el paisaje, o los panteones caprichosos, arbitrarios, entro­metidos y crueles de los grandes politeísmos, cuyas desaforadas hazañas te convencerán de que el motor verdadero de la creación fue el anhelo: de poder infinito, de cuerpos humanos que se rompen con excesiva facilidad, de nubes de gloria. Pero justo es añadir que hay asimismo historias que transmiten el mensaje de que el impulso creador primigenio fue, y es, el amor.

Muchas de estas historias se te antojarán sumamente hermosas y, por tanto, seductoras. Ahora bien, por desgracia, no te exigirán una respuesta a ellas puramente litera­ria. Sólo las historias de religiones "muertas" pueden valorarse por su belleza. Las religiones vivas te exigen mucho más. Te dirán, pues, que la fe en "tus" historias y la adhesión a los rituales de ve­neración que se han desarrollado en torno a ellas deben convertirse en parte esencial de tu vida en este mundo abarrotado de gente. Las llamarán el corazón de tu cultura, incluso de tu identidad individual. Puede que en algún punto las sientas como algo de lo que es im­posible escapar, imposible escapar no como de la verdad, sino como de la cárcel. Acaso en algún punto dejen de parecerte textos en los que unos seres humanos han in­tentado resolver un gran misterio y te parezcan, en cambio, los pre­textos para que otros seres huma­nos debidamente ungidos te den órdenes. Es cierto que la historia humana está llena de esa opresión pública forjada por los aurigas de los dioses. En opinión de las per­sonas religiosas, no obstante, el consuelo íntimo que procura la religión compensa con creces el mal obrado en su nombre.

A medida que ha aumentado el conocimiento humano, ha que­dado claro asimismo que toda na­rración religiosa sobre cómo llega­mos aquí está totalmente equivo­cada. En última instancia, esto es lo que tienen en común todas las religiones: no acertaron. No hubo revoltillo celestial, ni danza del hacedor, ni vómito de galaxias, ni antepasados canguros o serpien­tes, ni Valhalla, ni Olimpo, ni un truco mágico de seis días seguido de un día de descanso. Todo mal, mal, mal. Pero en este punto nos encontramos algo realmente extra­ño. El error de los relatos sagrados no ha mermado el fanatismo del devoto. Es más, el simple delirio inconexo de la religión conduce al religioso a insistir de manera cada vez más estridente en la importan­cia de la fe ciega.

De resultas de esta fe, dicho sea de paso, en muchas partes del mundo ha sido imposible impe­dir el alarmante crecimiento del número de seres humanos. Cul­pemos de la superpoblación del planeta, por lo menos en parte, al deplorable sentido de la orien­tación de los guías espirituales de la especie. En tu propio tiempo de vida, bien puede ocurrir que seas testigo de la llegada del nueve mil millonésimo ciudadano del mun­do. Si eres indio (y tienes una entre seis posibilidades de serlo), aún estarás vivo cuando, gracias al fracaso de la planificación fa­miliar en ese país pobre y dejado de la mano de Dios, su población supere a la china. Y si como resul­tado de las restricciones religiosas sobre el control de la natalidad nacen demasiadas personas, tam­bién morirán demasiadas perso­nas, porque la cultura religiosa, negándose a afrontar las reali­dades de la sexualidad humana, también se niega a luchar contra la propagación de enfermedades de transmisión sexual.

Hay quienes dicen que las grandes guerras del nuevo siglo volverán a ser guerras religiosas, yihads y cruzadas, como en la Edad Media. Aunque, desde hace ya años, suenan en el aire los gri­tos de guerra de los fieles mientras convierten sus cuerpos en bombas de Dios, y también los alaridos de sus víctimas, me he resistido a creer en esta teoría, o al menos en el sentido que le da la mayoría.

Llevo tiempo afirmando que la teoría del "choque de las civili­zaciones" de Samuel Huntington es una simplificación excesiva: que la mayoría de los musulma­nes no tienen el menor interés en participar en guerras religiosas, que las divisiones en el mundo musulmán son tan profundas como sus elementos comunes (si te cabe alguna duda de que esto es así echa una ojeada al conflicto suní-chií en Irak). Apenas puede encontrarse nada que se parezca a un objetivo islámico común. In­cluso cuando la OTAN no islámi­ca libró una guerra a favor de los albaneses kosovares musulmanes, el mundo musulmán fue remiso a la hora de ofrecer la muy necesa­ria ayuda humanitaria.

Las auténticas guerras religio­sas son las guerras que las reli­giones desatan contra ciudadanos corrientes dentro de su "esfera de influencia". Son guerras de los píos contra los prácticamente indefensos: los fundamentalistas estadounidenses contra los médi­cos partidarios de la libre elección, los mulás iraníes contra la mino­ría judía de su país, los talibanes contra el pueblo afgano, los fun­damentalistas hindúes de Bombay contra los musulmanes cada vez más asustados de la ciudad.

Y las auténticas guerras reli­giosas son asimismo las guerras que las religiones desatan contra los no creyentes, cuya intolerable incredulidad se recalifica como de­lito, como razón suficiente para su erradicación.

Pero con el paso del tiempo me he visto obligado a reconocer una cruda realidad: que la masa de los llamados musulmanes corrientes parece haberse dejado embaucar por las fantasías paranoicas de los extremistas y parece dedicar una mayor parte de su energía a la movilización contra caricaturistas, novelistas o el Papa, que a conde­nar, privar de derechos civiles y expulsar a los asesinos fascistas que habitan entre ellos. Si esta mayoría silenciosa permite que se libre una guerra en su nombre, se convertirá finalmente en cómplice de esa guerra.

Por tanto, quizá sí se ha inicia­do, al fin y al cabo, una guerra re­ligiosa, porque está permitiéndose a los peores de nosotros dictar las prioridades de los demás, y por­que los fanáticos, que no se andan con chiquitas, no encuentran opo­sición suficiente entre "su propio pueblo".
Y si eso es así, los vencedores de dicha guerra no deben ser los estrechos de miras que, como siempre, marchan a la batalla con Dios de su lado. Elegir la in­credulidad es elegir el espíritu so­bre el dogma, confiar en nuestra humanidad y no en todas esas peligrosas divinidades. Así pues, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No busques la respuesta en las narraciones "sagradas". Puede que el imperfecto conocimiento humano sea un camino lleno de baches y hoyos, pero es el único camino a la sabiduría digno de seguirse. Virgilio, que creía que el apicultor Aristeo podía generar espontáneamente abejas nuevas a partir de una vaca muerta en des­composición, estaba más cerca de la verdad sobre el origen que todos los libros venerados de la Antigüedad. Las sabidurías an­cestrales son tonterías modernas. Vive en tu tiempo, utiliza lo que sabemos, y cuando crezcas, quizá la especie humana haya crecido por fin contigo.

Como dice la canción: "Es fácil si lo intentas".

En cuanto a la moralidad, la se­gunda gran pregunta –¿cómo vi­vir?, ¿cuál es la actuación correcta y cuál la incorrecta?– se reduce a tu predisposición a pensar por ti mismo. Sólo tú puedes decidir si quieres que la ley te sea entrega­da por sacerdotes y aceptar que el bien y el mal son cosas de algún modo externas a nosotros. A mi juicio, la religión, incluso en su forma más elaborada, en esencia infantiliza nuestra identidad ética estableciendo árbitros infalibles de la moral y tentadores irredimi-blemente inmorales por encima de nosotros: los padres eternos, el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el reino sobrenatural.

¿Cómo, pues, vamos a tomar decisiones éticas sin un regla­mento divino o un juez? ¿Es aca­so la incredulidad el primer paso en la larga caída hacia la muerte cerebral del relativismo cultural, conforme al que muchas cosas insoportables –la circuncisión femenina, por citar sólo un ca­so– pueden disculparse por mo­tivos culturalmente específicos, y la universalidad de los derechos humanos puede también pasarse por alto? (Esta última muestra de negación moral encuentra parti­darios en algunos de los regíme­nes más autoritarios del mundo, y también, inquietantemente, en las páginas de opinión del Daily Telegraph.)

Bien, pues no lo es, pero las ra­zones para dar esta respuesta no están claramente definidas. Sólo una ideología de línea dura está claramente definida. La libertad, que es la palabra que empleo para la posición ética secular, es ine­vitablemente más confusa. Sí, la libertad es ese espacio donde pue­de reinar la contradicción; es un debate interminable. No es en sí misma la respuesta a la pregunta de la moralidad, sino la conversa­ción sobre esa pregunta.

Y es mucho más que simple relativismo, porque no es simple­mente una tertulia interminable, sino un lugar donde se toman de­cisiones, se definen y defienden valores. La libertad intelectual, en la historia europea, ha represen­tado sobre todo libertad respecto a las restricciones de la Iglesia, no del Estado. Esta es la batalla que libró Voltaire, y es también lo que nosotros, los seis mil millones, podríamos hacer por nosotros mismos, la revolución en la que cada uno de nosotros podría des­empeñar nuestro pequeño papel, una seis mil millonésima parte del total. De una vez por todas, po­dríamos negarnos a permitir que los sacerdotes, y las ficciones en cuyo nombre afirman hablar, sean la policía de nuestras libertades y nuestro comportamiento. De una vez por todas, podríamos devolver las historias a los libros, devolver los libros a las estanterías y ver el mundo sin dogmas y en toda su sencillez. Imagina que el cielo no existe, mi querido seis mil millo­nésimo, y de inmediato no habrá más límite que el cielo. "